TALLER DE LA PALABRA

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TODOS LOS JUEVES, A LAS 18 HORAS

Muy cerca del Cid Campeador
Consultas: maziana1274@yahoo.com.ar




sábado, 29 de septiembre de 2012

FELIZ DÍA DEL TRADUCTOR

Mañana, colegas y lectores que disfrutan de las buenas (escasas) traducciones, tanto en medios de difusión como en libros... que, en realidad, también son medios de difusión, pero más permanentes, más largueros.
FELIZ DÍAAAAA

lunes, 17 de septiembre de 2012

PRODUCTO DE

* "La muerte de cincuenta personas, producto de un choque entre un colectivo y un automóvil..."
* "El producto que fabrica esa empresa es producto de las uvas apisonadas..."
* "La huelga, producto del incumplimiento de..."
* "La mala escritura, producto de la ignorancia y la falta de cuidado..."

Y así de seguido y de más en más.
Y la corto aquí, producto de mi cansancio...

jueves, 13 de septiembre de 2012

¡SEGUAL!

No, amigos, amigas: no se puede irrumpir en lágrimas.
Prorrumpir, sí.

Irrumpir: entrar de golpe, invadir. Es pa'dentro

Prorrumpir: soltar, largar. es pa'juera

viernes, 7 de septiembre de 2012

La pérdida de las palabras

¿Vieron,  qué les dije?
Convido la traducción de un artículo aparecido en una revista marginal / culturosa de EE.UU., en agosto de 2000. Sí, dos mil. El autor se llama David Orr.
Tal vez, sea un poco larga, pero vale la pena. Aquí va:

Como... nada...

 
Entró a mi oficina un alumno de primer año, en procura de asesoramiento. Tenía un puntaje casi perfecto y un registro académico impecable: toda una promesa, ese muchacho. Pero, durante una conversación de veinte minutos, usó un vocabulario que constaba, en lo esencial, de dos palabras: cool (canchero, piola) y really (en serio / te juro, bolú... O nada). Y no es ninguna rareza, más bien, un ejemplo de la pobreza lingüística en una cultura que suele usar las palabras de modo erróneo.
Durante los últimos cincuenta años, el vocabulario en uso de las personas de 14 años, promedio, ha disminuido de 25.000 a 10.000 palabras. No es una mengua de palabras, solamente, sino también de la capacidad de pensar. Estamos perdiendo la facultad de decir lo que queremos decir y, en última instancia, de pensar acerca de lo que queremos decir, de lo que más importa.
El problema no se limita a adolescentes y adultos jóvenes. Se evidencia en los discursos públicos, en conversaciones callejeras, películas, televisión y música, como una especie de epidemia nacional de incoherencia. Tampoco es algo nuevo. Como han señalado H. L. Mencken, William Safire y otros, el lenguaje siempre está deshaciéndose. ¿Por qué?:
Primero, quienes pretenden controlar a los demás eligen las palabras y las metáforas que la gente usa para describir su mundo; en nuestra época, esos poderosos intentan vender cierta falsa noción económica, política, religiosa o tecnológica. La claridad y la precisión del lenguaje -al revés que la cantidad- están siendo devaluadas en esta sociedad industrial y tecnológica. Porque un lenguaje claro, elegante, amenazaría a esa sociedad.
Segundo, el lenguaje está declinando porque es balcanizado por vocabularios especializados. El tecnológico de los expertos, por supuesto, es un escollo y una bendición a la vez. Es útil para describir fragmentos del mundo, pero no para expresar cómo encajan esos fragmentos en un todo coherente. El de la biología molecular puede describir la ingeniería genética pero, para interpretar el reacomodamiento de la trama genética de la vida hace falta uno bien diferente, y un proceso mental con un patrón más abarcativo.
Tercero, el lenguaje refleja la amplitud y la profundidad de nuestra experiencia. Pero nuestra experiencia está empobreciéndose tanto que se torna artificial y prefabricada. La mayoría de nosotros ya no vivimos del trabajo físico especializado en el campo, en los bosques. En consecuencia, las palabras y metáforas surgidas del contacto íntimo con suelos, plantas, árboles, animales, paisajes y ríos se ha esfumado. Las industrias de la recreación y el software diseñan y empaquetan nuestra experiencia, en un mundo cada vez más uniforme y feo, y nos la revenden como "diversión" e "información".
Cuarto, ya no nos une el hecho de leer la misma literatura o de escuchar los mismos relatos. Ya no resuenan las alusiones a la Biblia o a la gran literatura, porque la mayoría de las personas las desconocen.
Los lingüistas predicen que, hacia el 2050 quedaría menos de la mitad de los 6.000 idiomas que se hablan hoy. La lengua está marchitándose bajo la influencia de la economía global homogeneizada, de la "era de la información". Esto provoca la pérdida de datos culturales, la desintegración de nuestra capacidad para entender el mundo y nuestro lugar en él, y es una batalla perdida a manos de quienes dominan la Tierra, armados de palabras, metáforas y mentes concentradas en la industria y la tecnología.
Una vez, George Orwell escribió que el lenguaje: "... se torna feo e impreciso porque nuestros pensamientos son tontos, pero la torpeza de nuestro lenguaje nos lleva a tener pensamientos tontos". La nueva clase de jefes corporativos, gerentes globales, ingenieros genéticos y especuladores monetarios reduce el idioma a su utilidad, su función y su gerenciamiento. El mal no sólo comienza con la malicia sino, también, con palabras que achican a la gente, las tierras y la vida. Las perspectivas del mal crecen a la par que las del lenguaje disminuyen.
Lo que nos hace humanos es la afinidad con la lengua. Cuando mejor estamos es cuando usamos las palabras con claridad, elocuencia y cortesía. El lenguaje puede elevar las ideas y ennoblecer la conducta. Si aspiramos a proteger y elevar nuestra humanidad, primero debemos proteger y elevar nuestra expresión y luchar contra todo aquello que la corrompa y la desmerezca.
¿Qué significa esto?
Primero, debemos recuperar la costumbre de hablarnos directamente unos a otros... aun a costa de la pérdida de eficiencia económica. Propongo que descartemos todo dispositivo de comunicación que remplace a la persona real, empezando por los contestadores.
Segundo, podemos recuperar el hábito de las lecturas públicas. Uno de los recuerdos más nítidos de mi niñez es haber asistido a lecturas públicas: por ejemplo, ¡Charles Laughton leyendo a Shakespeare! Sin más elemento que un libro, leía con una energía y una pasión que, durante dos horas, mantenía fascinado a un público numeroso, que incluía a un chico de ocho años. Ninguna película me quedó tan grabada como esas lecturas. Más aun, propongo que los adultos apaguen el televisor, desenchufen la computadora y les lean buenos libros a sus hijos No se me ocurre un modo más placentero para estimular el pensamiento y la capacidad de un chico para formarse imágenes.
Tercero, debemos prestar atención a los que corrompen el idioma, empezando por la industria publicitaria, que gasta cientos de millones de dólares por año para vendernos una cantidad inconcebible de cosas, a menudo inútiles, destructoras del medio ambiente y poco saludables. Procuremos que se atengan a los parámetros comunitarios de veracidad, que informen lo que sus productos les hacen al medio ambiente y a quienes los compran.
Cuarto, necesitamos proteger a la cultura local del dominio de los medios, los mercados y los poderes nacionales. El lenguaje se genera desde la periferia hacia el centro. Es lo vernáculo lo que lo renueva, en los lugares y las circunstancias donde las intenciones humanas se cruzan y donde ocurren los actos cotidianos del vivir y el hablar auténticos. Lo que lo corrompe es la astucia, el fingimiento y la falsedad. Es importante proteger la independencia de los periódicos y las emisoras de radio locales, y de las partes de nuestra cultura en las que aún existen la memoria, la tradición y la devoción.
Por último, como el lenguaje es la moneda corriente de la verdad, debemos darle la máxima prioridad a la defensa de su claridad e integridad en escuelas, colegios y universidades. Los profesores debemos insistir en la buena escritura y en recuperar la retórica: la capacidad de hablar con claridad y elegancia.
En cuanto a la cantidad, no cabe duda de que predomina la información. Pero, en lo que se refiere a la comprensión, la sabiduría, la claridad espiritual y la cortesía, hemos ingresado en una época sombría. Cometemos lo que, una vez, C. S. Lewis llamó "verbicidio". La cantidad de palabras es inversamente proporcional a nuestra capacidad de usarlas bien y de pensar con nitidez lo que queremos decir. No es extraño que, en una época de genocidios, guerras globales y armas nucleares nuestro uso del habla haya sido dominado por la propaganda y la publicidad.
¿Qué diremos en el siglo XXI, cuando la cruda realidad del empobrecimiento biótico sea evidente? ¿Podremos apelar a la claridad mental para decir las palabras necesarias?